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domingo, 3 de mayo de 2020
EL CONCEPTO DE FICCIÓN, J.J.Saer (frag)
El concepto de ficción, J.J.Saer ( Frag)
(…)
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, (se refiere a una biografía del escritor Joyce) tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entrando en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos sólo que no siempre es así o sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la verdad , sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado o fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera o, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad.
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, (se refiere a una biografía del escritor Joyce) tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entrando en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos sólo que no siempre es así o sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la verdad , sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado o fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera o, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad.
(…) Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros.
(…)
Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola a su manera. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás no me atrevo a afirmarlo esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola a su manera. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás no me atrevo a afirmarlo esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.
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