martes, 3 de agosto de 2021

EL CANON, Martín Kohan

 

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domingo, 3 de mayo de 2020

EL CANON, Martín Kohan



NOTAS SOBRE EL CANON. MARTÍN KOHAN
INTRODUCCIÓN

La temática del canon literario toca un aspecto fundamental del trabajo de los docentes (pero también del trabajo de los escritores, los críticos, los periodistas culturales, los bibliotecarios, los editores, los traductores, los sociólogos, etc.): en la definición del canon se dirimen centralidades y periferias, valores y disvalores literarios, consagraciones y postergaciones, pedestales y olvidos; también se determina qué literatura va a ser leída y qué literatura no va a ser leída, y de qué manera va a ser leída la que sea leída (dentro de qué tradición, con qué categorías, con qué sentidos); en la definición del canon literario se dirime también una manera de concebir una identidad (aquella a la que una determinada literatura puede interpelar; ya sea por ejemplo la literatura latinoamericana, o la literatura judía, o la literatura argentina, o la literatura universal, etc.).
Cuando enseñamos literatura estamos interviniendo de hecho sobre estas cuestiones: las de qué leer y cómo leer. Cuestiones que de alguna manera condensan todo lo que se juega en torno a la definición de un canon. Por supuesto que la enseñanza formal de literatura es tan sólo una de las variables a tener en cuenta a la hora de considerar este problema. También cuenta, y mucho, lo que se hace (o se deja de hacer) desde la crítica literaria, ya sea en su vertiente académica o en su vertiente periodística; los rumbos que trazan las políticas editoriales (qué se publica o no se publica, qué se traduce o no se traduce, qué libros se distribuyen y con qué alcances se efectúa esa distribución); el papel que juegan los medios de comunicación (qué se publicita, qué se difunde y qué se posterga en un cono de sombras); la acción o la inacción de las políticas de Estado (por lo pronto en lo atinente a la confección de los programas de estudio, pero también en lo que hace a regímenes de promoción cultural, abastecimiento de bibliotecas públicas, etc.).
La tarea docente se desarrolla en este contexto y bajo estos condicionamientos. Pero no deja de ser un aspecto decisivo a la hora de contemplar los procesos de conformación de un canon literario. La propuesta siguiente apunta por lo tanto a reflexionar sobre los mecanismos de constitución del canon y las diferentes maneras de concebirlos, luego a una consideración de ciertos procesos históricos en torno a la definición del canon, y por fin a una propuesta acerca de nuestra posición en el presente.

I  CÓMO SE DEFINE UN CANON LITERARIO
Existen al menos dos modos de concebir lo que es el canon literario, dos criterios, que más que complementarse se oponen, acerca de la manera en que un canon se integra a través del proceso histórico de su conformación. Uno de esos criterios ve en los propios escritores, en su talento artístico personal y en el mérito objetivo de sus obras, el verdadero motor de la máquina de valor y de prestigio por la que llega a definirse un canon. El otro criterio, en cambio, postula una serie de mediaciones institucionales: diversas instancias de valoración que definen centros y periferias, inclusiones y exclusiones, más allá de lo que pueda estar al alcance de los propios escritores o del poder que sus obras tendrían para imponerse por sí mismas.
Harold Bloom es el representante más notorio del primer criterio de definición del canon. Para Bloom, el canon debe definirse mediante valores específicamente literarios, sin admitir la injerencia de factores exteriores a la literatura. Bloom está discutiendo con ciertas corrientes críticas, predominantes hoy en el medio académico norteamericano al que él pertenece, que alientan en el canon la admisión de una pluralidad política y cultural, para que las minorías estén también representadas.
Bloom deplora estas sugerencias por considerarlas extrañas al valor literario, y a cambio sostiene muy categóricamente que es sólo por la propia fuerza estética que se logra irrumpir en el canon. En contra de esa clase de propuestas que él concibe como injerencias indebidas, Bloom establece que la historia de la literatura ha de verse como una historia de las relaciones entre los escritores. De acuerdo con este enfoque, todo poeta está en relación dialéctica con otros poetas, ya que ninguno puede hablar una lengua que esté libre de la que antes forjaron sus precursores. Un poeta escribe así contra los otros poetas, lucha con ellos para encontrar su propia palabra y su propio lugar en la literatura. Un poeta lucha contra otro, su precursor, al que sufre como tal, al que debe de alguna manera "corregir", desviar, leer "mal", "malinterpretar", para despejar así un lugar propio donde poder situarse y situar la propia obra. Sólo los poetas fuertes imponen la angustia de su influencia, y sólo otros poetas fuertes son capaces de luchar contra ella y superarla. De esa lucha, vale decir de ese transcurrir de la historia literaria, resulta el canon. Al canon acceden los poetas fuertes, que prevalecen por la sola imposición de su calidad de escritores. El canon se compone de las mejores obras, de los mejores autores; que son tales por haber podido resolver el peso de sus precursores y luego afligir con un peso semejante a los autores que vienen después.
Como puede advertirse, la perspectiva de Bloom soslaya completamente, y premeditadamente, todo lo que pueda tener que ver con las intervenciones de la crítica en la integración del canon (al menos bajo las reglas que Bloom admite como legítimas, como no distorsivas, para integrarlo). De allí precisamente derivan buena parte de los reproches que las propuestas de Harold Bloom han recibido. Bloom estaría pasando por alto, de acuerdo con estas objeciones, que el acceso al canon literario no depende tan sólo de lo que los escritores hagan ni del valor que puedan alcanzar sus obras; porque, justamente, lo que desde este cuestionamiento crítico se subraya es que no existe nada así como un valor estético dado, objetivo, trascendente, manifiesto de por sí. Los valores literarios (esto es: lo que se tiene por bueno o por malo, lo que se consagra como central y lo que se posterga al margen, lo que se hace ingresar al canon y lo que se excluye de él) se modifican históricamente, ya que son establecidos y sancionados desde la institución literaria. Es la institución literaria en sus diversas articulaciones (la crítica universitaria, la crítica periodística, la enseñanza formal de literatura, los premios literarios, las políticas de traducción, etc.) la que, desde este punto de vista claramente opuesto al de Bloom, determina cuáles son los valores literarios, y por lo tanto qué ha de entenderse por calidad estética. El canon se formaría entonces por medio de estas complejas operaciones de la institución literaria, que al definir el valor define también los criterios de admisión del canon; y por ende, en última instancia, quién podrá ingresar en él y quién no.
Estas dos maneras de entender la conformación del canon responden, por necesidad, a dos maneras bien distintas de concebir la literatura, y es por eso que el estado de la cuestión que se traza en un caso y en el otro difieren sensiblemente. Si se adopta el primer criterio, por ejemplo, el de Harold Bloom, se supondrá que el verdadero canon de la literatura existe objetiva y manifiestamente (porque objetiva, y manifiesta, es la superioridad estética de determinadas obras); que son los escritores, en la lucha que sostienen entre sí para desplazarse y darse un sitio, los que dirimen este orden de prestigios y jerarquías; y que los integrantes de la institución literaria (ya sean críticos, profesores, traductores, etc.) no cumplen otra función que la de reconocer y ratificar un orden de valores que detectan pero que no fundan. Sólo desde la perspectiva contraria a la de Bloom se les concede un papel más decisivo a quienes escriben sobre literatura o enseñan literatura: sólo concibiendo a la institución literaria como generadora de valores y disvalores se la puede reconocer como la verdadera productora del canon. Su función ya no sería entonces tan sólo descriptiva, sino formativa; lo que hace es mucho más que reconocer un orden ya dado: lo que hace es disponer ese orden y legitimarlo para que sea aceptado. En vez de limitarse a reconocer y a describir el estado de cosas de la literatura, interviene sobre él y bien puede transformarlo.
El canon no le viene dado, aunque tantas veces así lo parezca, sino que es algo en lo que, con su práctica específica, puede incidir. En lo referente al ámbito específico de la enseñanza, podría establecerse entonces: la escuela no sólo imparte el canon; la escuela, además, canoniza

II cómo se definieron los canones nacionales en el pasado
Como no existe un solo canon, sino varios posibles, es preciso ajustar las consideraciones que se hagan al respecto al tipo de canon del que se esté hablando. Harold Bloom es ambicioso: habla de un "canon occidental". También puede hablarse por ejemplo de "clásicos universales"; o bien se puede, más acotadamente, establecer por ejemplo un canon de la vanguardia o un canon de literatura realista. Entre estas variantes posibles, la definición de las literaturas nacionales ocupa un lugar más que significativo: muy a menudo, trazar los límites del canon, y dentro de esos límites, los centros y las periferias, supone trazar los límites, los centros y las periferias de la literatura de un determinado país (y a la vez, en la medida en que la literatura forma parte de los dispositivos de definición de las identidades nacionales, por medio del canon literario detectamos qué clase de definición de identidad se buscó, según las consagraciones y los relegamientos que se hayan instrumentado).
De esta manera puede percibirse la dimensión política de la definición de un canon literario: si con el canon tantas veces se diseña una literatura nacional, y si este diseño siempre es parte de la más amplia construcción de una identidad nacional, la disposición de un sistema de valores en la literatura, y con ello un régimen de inclusiones y exclusiones, puede llegar a constituir, sin exageración, un "asunto de Estado". No tanto en estos tiempos, desde luego, no en los tiempos que nos han tocado vivir, cuando la literatura parece estar interesando bastante poco. Pero si se piensa en la literatura del siglo XIX, que por otra parte es cuando los Estados nacionales hispanoamericanos se organizaron y se consolidaron, resulta imposible separar el proceso de definición del canon literario del ciclo histórico de la política. Las respectivas élites letradas cumplieron, en este sentido, un papel fundamental, con auténticos gestos fundacionales, gestos que resolvieron un pasado y proyectaron un futuro. Por algo, en el caso de la literatura argentina por ejemplo, casi todos los orígenes le pertenecen a la generación de 1837 (a Domingo Faustino Sarmiento, el primer ensayo: Facundo, en 1845; a Esteban Echeverría, el primer cuento: El matadero, escrito alrededor de 1840; a José Mármol, la primera novela: Amalia, de 1851); por algo la gauchesca fue validada retrospectivamente, con la consagración de Martín Fierro como gran poema nacional por parte de Leopoldo Lugones en 1912, cuando la verdadera amenaza social ya no la encarnaban los gauchos sino los inmigrantes; por algo es en la amplitud de miras del liberalismo de Ricardo Rojas donde encontró la literatura argentina del siglo anterior su primera integración en una Historia ciertamente abarcadora.
Claro que, con el surgimiento de la institución literaria, que es de por sí una instancia de autonomización, la incidencia del orden de lo político deja de ser tan directa. La composición del canon de la literatura nacional va a ir siendo, en consecuencia, cada vez más, un asunto propiamente literario. Esto no implica que las luchas se diriman únicamente entre escritores; pero sí que transcurren en el interior de un campo literario ya medianamente consolidado como tal. En ese campo, además de los méritos y de las estrategias de cada escritor, se ve funcionar también los dispositivos validadores de la crítica literaria. No puede decirse entonces que la definición del canon literario quede más allá del orden de lo político, porque la literatura misma nunca se encuentra del todo más allá de ese orden. Pero queda claro, en todo caso, que con el afianzamiento de la institución literaria la confección del canon de la literatura nacional es cada vez más una tarea efectuada desde la literatura misma. La aparición de críticos (y antes, de escritores) profesionales, por ejemplo, o la fundación de una cátedra de literatura argentina en la también flamante Facultad de Filosofía y Letras, o la publicación de una historia de la literatura argentina como la de Ricardo Rojas, revelan ese proceso por el cual la institución literaria surge y se afianza (asegurando un cierto grado de autonomía, aunque relativa, respecto de lo político).
Tales serían, entonces, los términos de la definición del canon literario ya en el siglo XX. Diversos factores pueden ir articulándose, en coyunturas diversas, para que las posiciones literarias del canon se afiancen o se reformulen, dentro de ese marco general que Pierre Bourdieu definió en términos de un campo literario. No se trata solamente de las operaciones de la crítica, aunque a veces ciertas operaciones de la crítica producen movimientos significativos en la conformación del canon: un ejemplo en la literatura argentina sería la recolocación que los críticos de la revista Contorno produjeron, hacia los años cincuenta, con la literatura de Roberto Arlt (una literatura "mal" escrita, frente a una literatura "bien" escrita como la de Eduardo Mallea). También habría que tener en cuenta, por ejemplo, el efecto consagratorio de ciertos premios; para el caso el Premio Nobel, como puede verse, por ejemplo, en el caso de Pablo Neruda en la literatura chilena o en el de Gabriel García Márquez en la literatura colombiana. O bien se pueden tener en cuenta fenómenos tales como el boom de la literatura latinoamericana en los años sesenta, fuertemente ligado con un determinado horizonte estético (el realismo mágico), una determinada identidad colectiva (una imagen de la identidad latinoamericana), una relación particular entre centros y periferias culturales (el reconocimiento europeo de los autores latinoamericanos), el impulso de ciertos medios (como la revista Primera Plana) y el propio peso literario de los escritores (hay evidentemente grandes textos literarios en la producción del boom).
Queda claro que la definición de un canon literario no implica congelamientos definitivos: esa definición es histórica y cambiante. La propia dinámica literaria ha hecho que la estética del boom cristalizara luego en meras fórmulas, como las que emplea Isabel Allende por ejemplo, empobreciendo eso que alguna vez pudo tener un considerable impulso innovador. Y también motiva reacciones de los nuevos escritores, que procuran liberarse del peso de aquellos "escritores fuertes" que los han precedido; por esa razón, una antología de nuevos textos latinoamericanos, realizada por el chileno Alberto Fuguet, llevó por título McOndo.
III
CÓMO INCIDIR EN EL PRESENTE ENLA FORMACIÓN DEL CANON
La ubicación de Borges en la más plena centralidad del canon literario argentino está, desde luego, fuera de toda duda. Explican esa ubicación distintos factores. Algunos de esos factores son los que postulaba Harold Bloom: la excelencia literaria de Borges y la notable eficacia de sus estrategias respecto de sus precursores "fuertes". Pero hay otros factores, que son los que Bloom olvidaba o quería olvidar: la legitimación de la crítica, de los premios obtenidos, de las traducciones en el exterior, etc. El peso simbólico de la obra de Borges es tal que hay huellas de conjuración (explícitas o implícitas) en los textos de los escritores que comienzan a publicar a fines de los años sesenta (Manuel PuigJuan José Saer, Ricardo Piglia) o algo después (Fogwill).
El presente de la literatura argentina parece haberse aliviado, al menos relativamente, del peso de Borges: de la angustia de su influencia. Ese "trauma" llega, en todo caso, ya a mediados de los años ochenta, que es justamente cuando Borges muere, unido a las fórmulas de su eventual superación (porque se puede leer a Piglia en términos de un "qué se puede hacer con Borges"; o a Puig en términos de un "qué se puede hacer fuera de Borges"; o se puede leer la reescritura de Borges por Fogwill en Help a él; etc.). El presente de la literatura argentina no sería ya el post-Borges, sino lo que viene después del post-Borges.
Habría que considerar el caso de los "escritores fuertes" de otras literaturas nacionales: qué sucede entre los nuevos narradores colombianos con Gabriel García Márquez, o qué sucede entre los nuevos narradores peruanos con Mario Vargas Llosa, o qué sucede entre los nuevos narradores uruguayos con Juan Carlos Onetti, o qué sucede entre los nuevos narradores paraguayos con Augusto Roa Bastos, o qué sucede entre los nuevos poetas chilenos con Pablo Neruda, o qué sucede entre los nuevos escritores mexicanos con Octavio Paz. Allí comienzan a ordenarse nuevos nombres: Roberto Bolaño, Gonzalo Contreras, Diamela Eltit, Mario Bellatin, Amir Hamed (una enumeración evidentemente lista a ser aumentada y mejorada).
Este presente resulta, como todos los presentes, difícil de discernir en cuanto a delinear un posible canon literario. La nitidez del canon, ya sea en lo que hace a sus consagraciones como en lo que hace a sus olvidos, es ante todo resultado del gesto retrospectivo. Hoy podemos seguir más o menos claramente el desarrollo del proceso que hizo de Martín Fierro el poema nacional argentino, resituando además a la gauchesca como género; hoy vemos claramente lo que no pasaba primero y después pasó con Roberto Arlt; hoy vemos cómo declinó el otrora relumbrante Eduardo Mallea; hoy vemos la incontestable centralidad de Borges. Hoy estamos particularmente atentos -lo cual resulta, hasta cierto punto, paradójico- a los excluidos del canon, a los olvidados; precisamente porque la crítica literaria se ha aplicado con bastante constancia a trabajar sobre las figuras de los no leídos (los relegados) o de los ilegibles (los que ofrecen una premeditada resistencia a los parámetros de lectura existentes): Osvaldo Lamborghini, Juan Filloy, Néstor Perlongher, Copi, Silvina Ocampo, Felisberto Hernández, Pablo Palacio, Juan Emar (todos ellos recientemente reeditados, además de haberse escrito libros enteramente consagrados a sus obras).
Consagraciones, postergaciones, recuperaciones: la lógica del canon literario. La vemos funcionar con nitidez cuando se trata del pasado: de cómo se definió el canon en el pasado. El presente es, sin embargo, por necesidad, más turbio, más confuso. Las cosas están sucediendo todavía, sin que exista esa distancia histórica, por mínima que sea, que permitiría despejar posiciones y corrimientos. El presente es magmático por definición. Pero habría que recuperar, en todo caso, para insistir con ella, la premisa que quedaba establecida en la discusión con Harold Bloom: que la institución literaria (es decir, concretamente, nosotros: los críticos, los docentes, los periodistas culturales, los jurados de premios, los editores, etc.) no sólo percibe y caracteriza, sino que interviene. Nuestro presente literario no es tan sólo un campo de observación: es un campo de intervención. Más que entrever en él un canon, más que percibir en él un canon, hay que producirlo: definir criterios de lectura y de valor en el presente, diseñar en el presente un mapa de posiciones.
Algo más o menos claro parece estar definiéndose en la literatura argentina actual: la centralidad literaria de Juan José Saer (su muerte reciente no hace más que corroborarlo). Un escritor no tan beneficiado por las "bondades" inmediatas del mercado, encuentra su lugar central en el tiempo más largo de la apreciación crítica (porque nos detuvimos en la consideración de la autonomía relativa del canon literario respecto de la política; pero no es menos crucial la cuestión de su mayor o menor autonomía respecto del mercado). Hoy habría que plantearse qué es lo que viene y qué es lo que pasa después de Juan José Saer (y sus contemporáneos).
La evidente originalidad de la literatura de César Aira alentó a que se lo percibiera como lo "nuevo". En efecto, era lo nuevo. Y no es que su originalidad haya menguado; no ha menguado en absoluto. Pero al mismo tiempo es llamativo que se siga considerando como "lo nuevo" a un escritor cuyo primer libro se publicó hace ya treinta años (Moreira, su primera publicación, es de 1975). Habría que decir entonces: después de Aira, ¿qué? ¿Qué está pasando hoy (pero al decir "hoy" nos referimos a los últimos veinte años) en la literatura argentina, por ejemplo? ¿Qué es lo que se ve y lo que se deja de ver en la literatura del presente? ¿A cuántos de los libros publicados después de 1990, por ejemplo, les hemos concedido algún lugar entre los libros con que enseñamos literatura o sobre los que practicamos la crítica literaria? Y más modestamente: ¿qué nombres, al menos, nos "suenan"? ¿Y de dónde nos suenan? ¿Y por qué nos suenan ésos, y no otros?
Tal vez se puedan tomar estas preguntas como un punto de partida para pensar el estado de situación de la literatura actual, y para pensar también nuestra propia actualidad de lectores, de críticos, de docentes, de investigadores. Es, después de todo, nuestra posibilidad de intervenir en lo que alguna vez, en el futuro, y retrospectivamente, será el canon literario de este presente en el que estamos ahora.

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